Sin intimidación ni censura

Por: Carlos Fernández (Exdecano del Colegio de Periodistas del Perú)

Acusar penalmente a periodistas de investigación de conformar una «organización criminal» para delinquir y acosar es la barbaridad jurídica más flagrante de los últimos tiempos en nuestro país.

La desesperación política por «borrar del mapa» cualquier vestigio de corrupción y fiscalización pública o privada ha desatado un odio irracional contra el periodismo nacional. A pesar de que se pregona el respeto a la libertad de prensa, opinión y pensamiento, en la práctica lo que se busca es el sometimiento y el silenciamiento de los periodistas a través del miedo a ser denunciados, procesados y encarcelados.

En este infierno de latrocinio y corrupción, se fomenta subrepticiamente un clima de temor e incertidumbre para impedir el acceso a las fuentes periodísticas y el libre ejercicio de la información, permitiendo así el desacato y la impunidad de los políticos y funcionarios públicos de turno.

Más allá de las amenazas, agresiones físicas y hostigamientos, se han presentado numerosos proyectos de ley para aumentar las penas por difamación, con la clara finalidad de manipular las restricciones legales y erigirse en «intocables». Desde las peligrosas mafias que atacan y asesinan periodistas hasta las burdas presiones de algunas «figuras políticas», todo ha desembocado en una mísera e infame campaña de odio y abuso contra la prensa nacional.

Calificar a un grupo de periodistas que cumplen su rol profesional con dedicación y responsabilidad e intentar procesarlos «jurídicamente» como organización criminal es un tremendismo cruel e insensato. ¿Cómo es posible politizar la Justicia? La Justicia es el último reducto constitucional y democrático que ampara los cuatro poderes del Estado peruano. La prensa, en este esquema, es libre y un pilar fundamental; su vulneración destruye los mecanismos de control y subordinación.

Si los operadores de Justicia caen en los artilugios y maniobras de la política corrupta, entonces, hipotéticamente, todo ciudadano que hable, denuncie o fiscalice sería pasible de ser procesado. ¿Y qué nos diferenciaría entonces de una dictadura de poderes?

Es cierto que la Constitución y la ley penal protegen al ciudadano —sea de escritorio o de a pie— de ser difamado, de que su imagen o reputación sean dañadas o de que se divulguen falsedades sobre él, ya sea mediante la calumnia oral o escrita. Pero esta misma normativa también establece los límites y precisa los mecanismos periodísticos de rectificación en los casos que lo ameriten.

No se trata de hostilizar o cerrar las puertas a los periodistas o medios de prensa, y mucho menos de amenazarlos con medidas judiciales restrictivas. No debemos permitir el ejercicio de una prensa timorata, alejada de su tarea y misión primordial: informar y fiscalizar, sobre todo a quienes manejan los recursos del tesoro público y tienen que rendir cuentas. Ese dinero es de todos los peruanos, ricos y pobres, y nadie tiene el derecho de dilapidarlo o desviar su uso para apetitos personales o enriquecimientos ilícitos.

En un país como el nuestro, asolado por muchos años de corrupción, con graves perjuicios económicos y financieros, y estigmatizado por una profunda crisis de valores donde muchos –no todos– buscan saquear el Estado y venden su «alma al diablo» para delinquir y gobernar a espaldas de su pueblo, el papel del periodismo es vital.

La profesión periodística siempre ha sido difícil, sacrificada y peligrosa, pero dignificante y meritoria. Siempre unos pocos alcanzaban sus objetivos, pero llegaban. Hoy, en tiempos modernos y de amplias tecnologías, debemos esforzarnos y estar más cerca de la ciudadanía y la opinión pública para priorizar sus inquietudes y desenmascarar a esas mafias corruptas enquistadas en el poder.

No hay que olvidar a quienes hoy censuran y amedrentan a la prensa, porque más temprano que tarde buscarán tribuna para defenderse o refugiarse.

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