Por: Ana Teresa Medina Mendoza (*)
En las riberas del río Chanchamayo en San Ramón, la vida parece fluir al ritmo del río. Pero detrás de esa calma se esconde un silencio más profundo: el enorme sufrimiento emocional no atendido. En las comunidades amazónicas peruanas los problemas de salud mental crecen, pero los pedidos de ayuda siguen siendo mínimos. Mientras tanto, la red institucional que debería sostener a quienes atraviesan una crisis —albergues, casas de acogida, centros comunitarios o equipos móviles de apoyo psicológico— es casi inexistente. En muchos pueblos, la única alternativa sigue siendo la familia o el curandero local.
Desde la mirada de la psicología comunitaria y transcultural, el sufrimiento no se vive como un asunto individual, sino como un desequilibrio de las relaciones, la naturaleza y el espíritu. En la amazonia, “pensar mucho” puede ser el nombre del malestar. No es depresión ni ansiedad: es desarmonía. Y su tratamiento no se busca en un consultorio, sino en el río, en una limpia espiritual o en una conversación con el sabio del lugar.
Investigaciones recientes en comunidades flotantes como Claverito (Loreto) confirman esta lógica. Allí, las personas reconocen su tristeza o preocupación, pero prefieren la sanación a través de baños rituales o descansos guiados por líderes espirituales. En los pueblos Shawi, por ejemplo, salud y enfermedad se viven como un mismo tejido donde cuerpo, alma y entorno dialogan.
El Perú cuenta con una Ley de Salud Mental (2012) que propone atención desde el primer nivel de salud. Sin embargo, en la selva profunda, esa promesa sigue sin tomar forma. Los proyectos piloto que buscaban capacitar a profesionales para un modelo comunitario se vieron frenados por la falta de recursos, los traslados imposibles y la débil coordinación institucional.
Los centros de salud mental comunitarios, aunque exitosos en ciudades intermedias, aún no logran conectar con los saberes locales ni con la confianza de los pueblos amazónicos. Como resultado, muchas personas se quedan sin atención o migran a ciudades donde se enfrentan a un sistema deshumanizado, distante y burocrático.
No acudir al psicólogo no siempre es sinónimo de negación o ignorancia. En muchos casos, es una forma de resistencia cultural. Las comunidades han desarrollado estrategias propias de cuidado que les han permitido sobrevivir siglos. El reto está en reconocerlas sin imponer modelos occidentales ajenos a su cosmovisión.
La psicología transcultural invita precisamente a eso: a tender puentes entre los enfoques emic (desde adentro) y etic (universales). Se trata de escuchar antes de intervenir, de dialogar antes de diagnosticar.
La investigación propone un nuevo enfoque: re-humanizar el cuidado psicosocial desde la selva. El modelo contempla brigadas móviles fluviales, telepsicología adaptada, formación de promotores locales en salud mental y la creación de casas de acogida comunitarias para personas en crisis. Estas casas serían espacios de contención emocional y espiritual, donde la atención psicológica se combine con el acompañamiento cultural, la escucha y el respeto a los saberes tradicionales.
También, el proyecto plantea la integración de curanderos, parteras y líderes comunales, no como opositores del sistema, sino como aliados terapéuticos. Experiencias como el Centro Takiwasi en Tarapoto demuestran que esta convivencia entre medicina ancestral y psicoterapia moderna puede ser no solo posible, sino eficaz.
El impacto del modelo no se mediría solo en estadísticas, sino en señales de transformación humana: aumento de la confianza hacia los profesionales; disminución del estigma; lograr que la comunidad se reconozca como parte del proceso de cuidado; que las personas se sientan comprendidas y acompañadas, no patologizadas.
La investigación sugiere que el primer paso debe ser escuchar: comprender cómo cada comunidad nombra su dolor, cómo lo explica y cómo lo sana. Desde allí, construir respuestas conjuntas. Porque en la selva, la salud mental no se trata solo de curar síntomas, sino de reconectar vínculos, restaurar equilibrios y revalorizar la vida comunitaria. La psicología —como ciencia y como práctica social— debe asumir un nuevo papel: mediadora entre mundos, tejedora de puentes, defensora de la dignidad humana en contextos olvidados.
En conclusión, podemos aseverar lo siguiente: la resistencia amazónica no es negación: es memoria. Es la voz de pueblos que buscan sanar sin perder su alma; frente a la ausencia del Estado y la indiferencia institucional, urge construir modelos que no solo atiendan la mente, sino también el espíritu y el territorio; re-humanizar la salud mental es más que una tarea técnica: es un acto ético y político de reconocimiento hacia quienes, en medio del bosque, aún creen en la fuerza del cuidado colectivo.
En última instancia, re-humanizar la salud mental implica volver a mirar el corazón de lo humano: el vínculo. Allí donde el Estado no llega, el afecto, la palabra y la comunidad siguen siendo los primeros refugios. Escuchar el dolor amazónico es también escuchar la memoria de un país que aún no ha aprendido a cuidar. Tal vez, solo cuando comprendamos que sanar es un acto compartido —entre personas, culturas y espíritus—, podremos decir que hemos empezado a construir una verdadera salud mental para todos.
Por todo lo expuesto, se hace imprescindible que esta reflexión se traduzca en acción. Teniendo en cuenta los hallazgos y la profundidad simbólica de esta investigación, se propone dar el siguiente paso hacia estudios cuantitativos que permitan medir, con rigor empírico, las dimensiones psicosociales, culturales e institucionales aquí descritas. Solo a través de un trabajo metodológicamente sólido —que combine la sensibilidad cualitativa con la precisión estadística— será posible aterrizar esta propuesta y diseñar políticas públicas contextualizadas, basadas en evidencia y orientadas a la transformación real de la salud mental en la amazonia peruana.
(*) Psicóloga clínica, psicoterapeuta Gestalt, docente e investigadora. C.Ps.P 42420.
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