Editorial: Javier Yoplac
La cumbre de la OTAN que se celebra la próxima semana en La Haya no es una reunión de aliados; se perfila como el escenario para formalizar un chantaje. Sobre la mesa, una propuesta cuyo guion parece escrito directamente por la industria armamentística: obligar a todos los miembros a elevar su gasto militar al 5% del PIB para 2032. No es una cifra nacida de una necesidad estratégica, sino un número impuesto por Donald Trump con un objetivo meridianamente claro: convertir la seguridad de Europa en el negocio más lucrativo del siglo.
La hipocresía es flagrante. ¿Por qué esta obsesión con que Europa alcance un 5% de gasto cuando ni siquiera Estados Unidos dedica tal porcentaje de su riqueza a defensa? La respuesta no reside en un súbito interés por su protección, sino en una mezcla de desprecio y cálculo comercial.
Washington ve a sus aliados de la OTAN no como socios, sino como su principal cliente. Un incremento masivo del gasto militar es una bendición para compañías como Lockheed Martin, General Atomics o RTX, ávidas de «cazar» contratos con una Europa nerviosa por la agresión rusa y con una chequera que se le exige abrir de par en par.
La reciente feria de defensa Paris Air Show fue el escaparate de esta ofensiva comercial. Vimos a los ejecutivos norteamericanos codearse con los gobiernos europeos, ofreciendo misiles, helicópteros y sistemas de radar. Como informó el Financial Times, Lockheed Martin no tardó en ofrecer a Londres nuevos sistemas de defensa justo cuando el Reino Unido valora comprar más de sus cazas F-35. El mensaje es claro: el miedo es el mejor agente de ventas.
El problema de fondo es la dependencia alarmante de Europa. Cerca del 70% de las adquisiciones militares de los países europeos se realizan a empresas de Estados Unidos. Polonia, que ya dedica un admirable 4% de su PIB a defensa, es el ejemplo perfecto de este modelo: la mitad de su gasto se va en compras directas, en gran parte a proveedores norteamericanos.
Afortunadamente, Europa empieza a reaccionar, consciente de que no puede picar en este anzuelo. La estrategia para evitar la sumisión es clara: fabricar en casa. El paquete de préstamos de 150.000 millones de euros aprobado por la UE para el rearme lleva una condición fundamental: que el 65% de los componentes se fabriquen en el Viejo Continente. La respuesta de la industria estadounidense ha sido igualmente astuta: si no puedes venderles desde fuera, produce desde dentro. El anuncio de Lockheed Martin de abrir centros de producción en Europa no es un gesto de cooperación, sino un caballo de Troya para seguir dominando el mercado desde dentro.
La negativa al 5% ya no es una postura aislada de España. Es un clamor que cruza el continente. El primer ministro eslovaco, Robert Fico, lo ha calificado de «absurdo», amenazando incluso con abandonar la OTAN. Suecia retrasa sus objetivos, mientras que potencias como Italia y el Reino Unido, ahogadas por sus propias deudas y déficits, dudan de la viabilidad de tal meta. El FMI ya ha anunciado el «limitado espacio fiscal» de Europa.
La carta de Pedro Sánchez, señalando que alcanzar ese 5% implicaría asfixiar los servicios públicos, subir impuestos y abandonar la transición energética, no es demagogia, es simple aritmética. Para España, supondría detraer 80.000 millones de euros anuales de su economía, una cifra que destrozaría su programa social.
La cumbre de La Haya los sitúa, por tanto, ante una elección existencial. No se debate sobre un porcentaje, sino sobre un modelo de civilización. Europa debe decidir si su soberanía reside en su capacidad para comprar armas extranjeras bajo coacción o en su autonomía para invertir en el bienestar, la innovación y la justicia social de sus ciudadanos.
La seguridad es indispensable, pero no puede ser la excusa para convertir dicho continente en la filial de un complejo militar-industrial ajeno. La respuesta debe ser firme y unánime, un «no» al chantaje rotundo y un «no» al abuso del poder.
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