Por: Javier Yoplac (El Editorial)
En el teatro de sombras del Medio Oriente, donde los misiles trazan arcos de fuego y la retórica de aniquilación envenena el aire, la enemistad entre Irán e Israel parece una constante geológica, un hecho inmutable de la historia. Pero esta percepción es una amnesia peligrosa. La verdad, mucho más compleja y trágica, es que estamos presenciando el capítulo final de una amistad milenaria, pulverizada por la ideología y ahora sostenida por una lógica de guerra que amenaza con consumirlo todo.
Pocos recuerdan que en las páginas de la Biblia, una figura persa, Ciro el Grande, es aclamada como un «mesías». Fue él quien, en el 539 a.C., liberó a los judíos del exilio babilónico, permitiéndoles regresar a Jerusalén y reconstruir su Templo. Este acto de tolerancia sin precedentes forjó un vínculo de gratitud que perduró durante siglos. Aún en el siglo XX, el Irán del Shah y el joven Estado de Israel eran aliados estratégicos. Compartían petróleo, inteligencia y un enemigo común en el nacionalismo árabe radical. Irán fue uno de los primeros países musulmanes en reconocer a Israel, un socio en la «periferia» no árabe.
Entonces, ¿cómo se rompió el espejo de esta amistad? La respuesta tiene una fecha: 1979. La Revolución Islámica no fue solo un cambio de régimen; fue un cataclismo ideológico que redefinió la identidad de Irán. Bajo el Ayatolá Jomeini, el amigo se convirtió en «El Pequeño Satán», una «entidad sionista» ilegítima, un implante colonial de Occidente. La alianza estratégica fue reemplazada por una obligación teológica: la «liberación» de Jerusalén. De la noche a la mañana, una historia de cooperación fue borrada y reemplazada por un conflicto existencial.
Desde entonces, esta enemistad no se ha librado en un campo de batalla convencional, sino en una «guerra en la sombra». Irán, sin frontera directa, ha tejido pacientemente un «anillo de fuego» alrededor de Israel a través de sus proxies: Hezbolá en Líbano con su arsenal de misiles, las milicias en Siria, y Hamás y la Yihad Islámica en Gaza. Desde la perspectiva de Teherán, esta es su estrategia de disuasión y proyección de poder.
Desde la perspectiva de Israel, es una soga que se aprieta lentamente. Y es aquí donde entramos en el terreno más peligroso, el de la justificación. Para contrarrestar esta amenaza, Israel ha adoptado la doctrina del «ataque preemptivo». Bombardea convoyes en Siria, sabotea programas nucleares y elimina a generales iraníes en el extranjero, como el ataque al consulado de Damasco. La justificación israelí es clara: «No iniciamos una guerra, respondemos a una que Irán ya está librando contra nosotros. Actuamos contra amenazas inminentes para evitar nuestra destrucción».
Y es aquí, en esta lógica, donde se abre la Caja de Pandora.
Si un estado, basándose en su propia percepción de una amenaza existencial, se otorga el derecho a atacar primero en territorio soberano de otro, ¿qué impide que cualquier otro actor haga lo mismo? Al adoptar la lógica de la «guerra preventiva», los estados poderosos caminan por un filo moral muy delgado. Porque, despojada de la legitimidad del Estado y del derecho internacional, esa misma lógica se convierte en un espejo incómodo de la justificación terrorista.
Un grupo como Al-Qaeda también argumenta que actúa «preventivamente» contra una amenaza existencial: la hegemonía de un «Gran Satán» que, según ellos, busca destruir su cultura y su fe. Ellos también creen estar librando una defensa desesperada. La diferencia fundamental, por supuesto, radica en la legitimidad del actor y el objetivo deliberado de aterrorizar a civiles. Pero la estructura del pensamiento («atacar primero para no ser destruido») es inquietantemente similar.
Cuando la capacidad de lanzar un «ataque preventivo» se convierte en un privilegio de los poderosos, el orden internacional basado en la soberanía y el derecho se desmorona, dejando solo la ley del más fuerte. Se crea un doble estándar donde las acciones de unos son «autodefensa» y las de otros, «agresión» o «terrorismo», dependiendo únicamente de quién tenga el ejército más fuerte y los aliados más influyentes.
La tragedia de Irán e Israel, por tanto, va más allá de su historia rota. Es un microcosmos de un dilema global. Nos muestra cómo una amistad puede ser destruida por la ideología, y cómo, en la desesperación del conflicto, se pueden adoptar justificaciones que corroen los mismos principios que se pretenden defender. Al mirar este conflicto, no solo vemos a dos enemigos mortales. Vemos el reflejo de una idea peligrosa que, una vez liberada, es casi imposible volver a encerrar en su caja.
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